La Gente Invisible

Melodías urbanas: disidencias, resistencias
toni serra 2006
El presente escrito no quiere describir una objetividad o una rigurosidad en el texto como intentar seguir el frágil hilo de unas situaciones, unas voces y unas subjetividades cada vez más silenciadas e intermitentes. El que esas otras visiones y preocupaciones presentes en la calle, y en la vida diaria de la ciudad, sean en gran parte ignoradas, o simplemente instrumentalizadas en el debate político, nos da ya pistas de la urgencia de la situación.
La mejor tienda del mundo
Barcelona está viviendo un momento muy particular y probablemente decisivo respecto a su futuro inmediato. Y una vez más, parece que la ciudad social entiende mejor la situación que la ciudad política, pero es ésta la que detenta el poder, la que decide cómo se invierte el dinero de todos, dónde y por qué, y la verdad es que parece mucho más sensible a las voces procedentes de la concepción del mercado global y de la visión satélite que a las voces que proceden de la calle y de la vida cotidiana, realidad que a menudo demuestra ignorar, descubrir con retraso o que simplemente se le impone en situaciones ya catastróficas.
La ciudad padeció gravemente el franquismo y, en contra de todas las expectativas, el llamado período de transición democrática dibujó una realidad diaria bastante gris y desencantada. En resumen, podríamos decir que pasamos de la dictadura patriarcal al capitalismo de alta velocidad en un tiempo récord y lineal. Aunque en Barcelona este proceso fue matizado por la versión local de la socialdemocracia, los puntos clave y la dirección de esta verdadera transición han sido poco o nada cuestionados. De forma progresiva se ha aceptado dogmáticamente la bondad per se de la mercadotecnia convertida en ideología, y sus eslóganes han ido implantándose en el tejido vivo de la ciudad, con la ayuda de los sectores más conservadores, que además ven la posibilidad de mantener –o recuperar– los pocos privilegios cedidos; con el atractivo concepto de la competitividad permanente no hay descanso. Así, se ha pasado de la timidez de la “Barcelona, ponte guapa” al ya más atrevido “situar a Barcelona en el mercado internacional de las grandes ciudades competitivas” y al definitivamente eufórico “la mejor tienda del mundo”.
Cuando, por fin, después de años de abandono y represión dictatorial, la ciudad empezó a afrontar las obras y las intervenciones urbanas que tanto necesitaba, aparecieron ideas, debates y actuaciones interesantes y llenas de sentido común; en otros casos, sin embargo, se imponía la actuación a distancia, es decir, proyectos realizados en despachos lejanos por personas poco conocedoras de la problemática concreta de la gente que vivía en la ciudad, y a veces poco interesadas. En otras ocasiones, el sentido común era desplazado por la espectacularidad. El peso de la actuación y de las decisiones fue cayendo en manos de arquitectos, y algunos de ellos se convirtieron en grandes patricios: ¿recuerdan aquella imagen de Oriol Bohigas, vestido elegantemente con un traje al estilo colonial, con un gran mapa de Barcelona a sus pies? Fue elegida, ampliada y reproducida con toda naturalidad.
Cuando las actuaciones aumentaron de potencia, empezaron a quedar bastante claras algunas cosas respecto al modelo elegido, por ejemplo, en relación con el transporte público o privado. Otras actuaciones urbanísticas, sobre todo en la remodelación de barrios, parecían responder en exceso a un modelo ilustrado decimonónico, demasiado abstracto respecto a los lugares donde se actuaba, y se notaba la falta de una concepción más empirista, práctica, enriquecida por el trabajo de campo. Parecía un elegante debate de alto nivel teórico, hasta que fue quedando en evidencia que la práctica era mucho más cordial con los intereses inmobiliarios que con las necesidades de las personas de esos barrios. Las obras se prolongaban por décadas y no se prestaba mucha atención hacia la gente que las tenía que aguantar: una generación entera creció así, por ejemplo, en el llamado –por los vecinos– forat de la vergonya. Demasiada gente en Ciutat Vella, viendo lo que pasaba en el barrio vecino, aprendió que cuando su zona finalmente se arreglaba no era para ellos, sino para la gente que les iba a sustituir.
Pero decíamos que éste es un momento especial, y lo es porque la inmigración ha desvanecido los nubarrones de lo que parecía casi una endogamia inexorable, que aburridamente nos proponía parte de la burguesía local. Barcelona está viviendo por vez primera en su historia moderna un grado de multiculturalidad impensable hace sólo unos pocos años. Existe una inmigración de características y fuentes muy variadas, que aporta la experiencia de vivencias sociales y políticas a menudo dolorosas, con frecuencia alentadoras, con hábitos, ritos, religiones y visiones del mundo polifacéticos. Es importante que la posibilidad de diálogo que se abre a partir de ese hecho se produzca en el marco de una sociedad abierta al intercambio y al contraste, y que tenga la suficiente fuerza para modificar aspectos clave de nuestra cultura, si creemos que esto es en beneficio común. Cuando es así, el resultado es siempre mutuamente enriquecedor: en nuestro caso, para liberarnos de la parte más envarada de nuestra cultura, aquella que nos está volcando a una noción y un uso del mundo que cada vez más personas reconocen no sólo como injustos, sino también como equivocados y autodestructivos.
Sin embargo, los mass media una y otra vez repiten los estereotipos acerca de las “olas de pobres desheredados llenos de necesidad que llegan a…”. No vamos a juzgar aquí la veracidad de esa visión, pero sí su completa parcialidad y todavía más el hecho de que impone, bajo una lírica falsamente humanista, las bases estrictas de las relaciones que se deberán establecer, las reglas del juego. El racismo tiene muchas formas, y ninguna de ellas es mejor que la otra, sino simplemente son peldaños, pero la base siempre es la imposición de la superioridad innata y/o cultural de unos sobre los otros como primer punto de interlocución. El estado de necesidad de los inmigrantes es la prueba de la supuesta inferioridad de su cultura, y el hecho de que nos elijan a nosotros como “mundo desarrollado”, como “puerto de esperanza”, es la prueba de la supuesta superioridad de nuestra cultura. Evidentemente, ambas cosas son falsas y es muy importante darnos cuenta de que la falacia va dirigida a las dos vertientes: tanto a los “otros” como a “nosotros” se nos engaña doblemente y, como resultado de ello, en el mejor de los casos el discurso de recepción a los inmigrantes tendrá un tono caritativo, comprensivo, pero nunca un diálogo entre iguales, nunca el intercambio de experiencias, saberes, dolores, nunca el comentario desjerarquizado sobre las vivencias que los pueblos han pasado, las estrategias de lucha, de celebración o de esperanza que podemos compartir. Al contrario, un mundo separado por “otros” y “nosotros”, donde unos reciben la infravaloración de su cultura, en el sentido fuerte de cosmovisión, de saber sobre el mundo, de prácticas que sólo serán aceptadas en su aspecto más light, en su folclorismo; y “nosotros”, la máscara de una autosatisfacción vacua que nos impedirá tan siquiera sospechar nuestras propias miserias. Paradójicamente, pero de forma muy reveladora, el proceso de aculturación, es decir, el extrañamiento de la cultura propia –y desde ella, la mirada a la propia realidad–, en ambos casos se impone, lo sufrimos todos. Esto es una prueba más de la inoperancia de la distinción “otros/nosotros”, como por fortuna nos recuerda el lenguaje: nos(otros), nosotros incluye, somos, los otros.
Pero hablemos de necesidades. En primer lugar, no podemos olvidar que la voracidad del sistema económico de los países “desarrollados” es, como mínimo, una de las principales causas de las carencias en otros lugares, y se expresa de nuevo con la imposición de un comercio injusto, desigual, donde el fuerte impone las condiciones de contrato a países que, además, han sido creados ad hoc por el proceso colonial y por la implantación de élites locales propicias. En segundo lugar, a través de los mass media se exporta y se impone por todas partes, con toda naturalidad, la perspectiva única y etnocéntrica de la pobreza y la riqueza, utilizando grandes cifras e incluyendo, junto con criterios más o menos razonables (pero descontextualizados), otros criterios totalmente arbitrarios, y excluyendo otros por insignificantes (¿para quién?). Así, por ejemplo, la cantidad de teléfonos móviles, televisores y coches por familia resulta decisiva y, en cambio, la cantidad de trabajo necesario para conseguir comida o vivienda se considera una extravagancia. No es éste el sitio donde extenderse en dichos conceptos, pero sí es un buen lugar para recordar que se nos impulsa a asumir con demasiada facilidad la falta de tiempo, los estados de estrés continuo, la manipulación descontrolada y especulativamente interesada de los alimentos y, concretando más, en nuestra ciudad, los niveles de contaminación acústica, la polución generada por el puerto, la baja calidad del agua que ofrece la compañía suministradora y la altura de sus rascacielos, la falta de guarderías y el abandono de los mayores, etc. Es decir, con una mínima capacidad de vernos o vivirnos desde fuera, nuestro grado de “necesidad” se revela con mucha mayor severidad de lo que creemos, con un agravante: es así no por falta de recursos, sino por elección de modelo. Y pese a ello, permanecemos sordos a otras posibilidades.
Sin embargo, aquí se añade una cuestión tan o más importante para el caso que nos ocupa: ¿quién tiene mayor necesidad, los países emisores de migración o los receptores? La economía de los países “avanzados” (por cierto, ¿avanzados en qué dirección?) hace tiempo que está basada en la mano de obra inmigrada –el “milagro” económico de la agricultura española es un buen y conocido ejemplo. La imposición de jornadas y condiciones de trabajo, que los libros de historia denunciaban en modelos sociales ya extintos (?), está de nuevo a la orden del día. Los trabajadores ilegales son una necesidad de este sistema, no un accidente.
¿Quién tiene mayor necesidad? La pomposa y mercantilista cultura occidental está alejada tanto de la vida diaria como de la crítica efectiva de los esquemas de valores que nos asoman a un mundo inhabitable, incapaz de llevar a cabo la “transmutación de los valores” que un cambio –o, simplemente, una salida– de modelo reclama. La necesidad, pues, de dialogar de igual a igual con otras culturas, que tienen conocimientos que aquí hemos perdido, o que la “dominación política y religiosa” a lo largo de nuestra historia nos ha robado o nos ha impedido desarrollar, es clave en términos de supervivencia y beneficio mutuo. Es la base para el intercambio real de conocimiento, la base para su desarrollo, y una forma de conocer no sólo los supuestos otros, sino también a nosotros mismos y nuestro entorno. Históricamente, esta convivencia activa y participativa ha sido la base de sociedades avanzadas desde un punto de vista cultural, político (en libertades) y económico. Su negación, por derecho o por hecho, ha abierto períodos de decadencia y represión generalizadas, que nuestra historia conoce demasiado bien.
Hasta hoy, en la sociedad civil ese diálogo ha tenido varios resultados. En algunos barrios de la ciudad, parece que el peso de la máquina mediática, la repetición de los estereotipos, las ya décadas de “telebasura” y el update de prejuicios del período abracadabrante del PP han llevado esa convivencia a situaciones límite, donde los derechos más básicos de los inmigrados han sido primero aplastados y, después, silenciados, tal como, en su momento, lo fueron las voces de la inmigración nacional que configuró esos barrios. Es un síndrome triste, pero empieza ya a ser previsible y nos puede dar algunas claves de oscuros futuros. ¿O volveremos a poner cara de asombro?
Las mejoras básicas que ha vivido la ciudad en los últimos veinte años han contribuido, en otros casos, a la ciudad social, es decir, la que de hecho está volcada a la convivencia diaria en las calles, los comercios, las escuelas, etc., y que a menudo acepta con naturalidad este diálogo de culturas, lenguas, comportamientos. Este diálogo, en ocasiones, se da en condiciones sociales difíciles, por no decir condiciones límite, con poquísimas ayudas, bajo una presión policial y económica continua, sin los centros sociales, religiosos, etc., que esas comunidades de inmigrados reclaman, sin que tampoco puedan autogestionarse; con una parte de la población local en condiciones extremas: personas mayores, parados, antiguos arrendatarios, etc. Y, pese a todo, el resultado de dicha cotidianidad es con frecuencia la celebración espontánea de la convivencia y un cierto grado de autonomía social, como sucede en general en el barrio del Raval, entre otros lugares. Sin embargo, no podemos olvidar que esto está ocurriendo bajo un estado que gran parte de la población afectada define ya como un estado de asedio social y económico, bajo una violencia especulativa y laboral que no disminuye…
Mientras, en este mundo de grandes pantallas, vallas publicitarias, manuales, folletos de barrio, industria expositiva y fórums, los propios afectados se descubren retratados como sujetos pasivos de la gran y costosísima maquinaria espectacular que han desarrollado las instituciones, ven cómo su lado más atractivo es estereotipado, falseado en eslóganes de promoción turística, y sus numerosas preocupaciones y miserias más urgentes son ignoradas o aplazadas con regularidad. Como siempre, el auténtico fórum de las culturas, afortunadamente en minúscula, se da en la calle día a día, y está descuidado, maltratado y en peligro.
Por ello, al principio del presente escrito hablábamos de que la ciudad se encuentra en un momento muy especial y largamente esperado. O se atienden las necesidades reales de esta ciudad o este momento se va a perder. Si se pierde esta oportunidad, vamos a perder todos; perderemos la riqueza humana que genera, y sufriremos conflictos. Y los ganadores van a ser pocos; uno muy probable –lo es ya– es el proceso de “parquetematización”, que ya se ha puesto en marcha y del que disponemos de varios ejemplos: barrios donde el espacio público es sistemáticamente reducido, vendido a establecimientos que de forma progresiva son controlados por franquicias y cadenas, plazas sin bancos públicos y repletas de terrazas comerciales, comercios de todo tipo dirigidos a los visitantes, al turismo internacional, al nacional o incluso al de otros barrios, pero nunca a la población local; hiperproliferación de la industria del ocio con horarios extravagantes, que afectan incluso la recogida de basura. Y en todas partes precios de fantasía, que acabarán expulsando a todo el mundo, menos a una minoría socialmente privilegiada, que permanecerá, ¡también ella!, encerrada en una sociedad literalmente simulada: en la antigüedad, en la modernidad, en la multiculturalidad, en la afabilidad, todo será un decorado. Una sociedad de formol, una cajita de metacrilato llena de policía y agentes de seguridad privados. Una comunidad social bonsái, extremadamente atractiva… para las inmobiliarias. ¿No nos lo podemos ahorrar? Existen alternativas y hemos visto que están aquí, en la propia realidad diaria; debemos escucharla, sintonizar las melodías urbanas que la propia comunidad genera, dejar espacios para la autonomía social. Es necesario redirigir los enormes gastos que no benefician directamente a los ciudadanos, y descentralizar su gestión. Debemos cuestionar el modelo elegido antes de que la “mejor tienda del mundo” nos venda a todos.
Recientemente hablábamos de dos términos que, en este momento de conflictos, afectan a gran parte de la humanidad: resistencias y disidencias. Ahora, pensemos en ello a escala local: ¿existe espacio para la disidencia? Es evidente que, a nivel ideológico y de opinión, sí. En cuanto a difusión y acceso a los media, no tanto. A escala social, para nada. Cada vez es más difícil vivir al margen de esa economía expansiva, agresiva y que, además, increíblemente se pretende al margen de toda ideología. Cada vez es más difícil escapar de los conflictos que nos crea esa economía y de vivir imaginarios sociales, culturales y vitales, diferentes a los que se nos impone. Cada vez es más difícil poder elegir vivir con unos recursos justos, sin entregar la vida al consumo y al trabajo y dejando espacio a la propia vida, a la intimidad, a las comunidades no prefabricadas. Y si no se deja espacio a la disidencia aparece la resistencia, y si ésta es vencida, peor para todos.
Sintonizando a la gente invisible
En los últimos años, la producción de vídeo independiente en la ciudad ha hecho emerger opiniones y preocupaciones que de otro modo mucha gente no podría conocer. Entre otros trabajos, destacan La Barcelona que no se ve, la Barcelona que se esconde, El Forat, Passatge Cusidó…, un adéu, Paterem el Fòrum y El encierro en la iglesia del Pi. (1)
Queremos incluir la transcripción de uno de estos trabajos, La Barcelona que no se ve, la Barcelona que se esconde:
[…] La persona que conserva una mínima dignidad dice: cojones, pero si yo aún valgo para trabajar, ¿por qué no me dan trabajo? Yo me siento bien para trabajar, tengo ganas de trabajar, y tengo unas cualidades que he aprendido durante muchos años, ¿por qué no me dan trabajo? ¿Qué coño he hecho yo, qué demonios he hecho yo para que se me castigue así? ¿Por qué he llegado a viejo? ¿Por qué soy viejo? ¿Por qué soy mayor? No soy viejo, yo no me siento viejo, me siento mayor, pero aún puedo trabajar, tengo condiciones físicas para trabajar, pero no me quieren dar trabajo, me miran la cara, mi aspecto tampoco es de… No soy un Robert Redford, entonces no me dan trabajo. La calle es muy dura, es muy dura, y además la gente que vive en la calle son como perros, unos contra otros por instinto de supervivencia. Se reúnen por clanes, y yo ¿qué le voy a decir?, pues nada, el cabreo, el derecho al pataleo, pero nada, yo no voy a hacer daño a nadie, no voy a ir a robar, no voy a ir a atracar, porque mi dignidad de ser humano me lo impide. No voy a humillar a nadie, no voy a causar daño a nadie porque soy un ser humano y respeto a los demás seres humanos que no me respetan a mí.
Y para que los turistas vean que Barcelona tiene un Fórum de las Culturas, que hace grandes Olimpiadas, grandes obras, pues la gente pobre, la gente enferma, miserable, tiene que desaparecer de la vista. Si la guardia urbana te ve una manta, un paquete o un top manta para comer aquel día, te lo va a quitar, te lo va a quitar y no le importa que estemos a 12º bajo cero, le importará un pito, mejor si te mueres porque eres un parásito social, eres un estorbo que estás por ahí, ¿qué coño pintas en la vida? ¿Me entiendes? Y eso que tenemos un ayuntamiento progresista y de izquierdas; si fueran de derechas nos disparaban directamente un tiro en la nuca… Que yo recomendaría también esto, porque quizás sería una forma de aliviar a mucha gente que va a morir en la calle sintiéndose como condenados…
Ves a gente enferma, realmente enferma, que casi no puede ni andar, y tiene que ir a buscar su platito caliente a las diez y media de la mañana a las Hermanas de Calcuta para poder sobrevivir un día más… ¡Un día más! Hay momentos en que te coges una depresión que te hundes, pero como no puedes ir a ningún psicólogo, ¿sabes?, no puedes estar deprimido porque si no mueres. Una de dos: o te levantas la depresión y te curas solito o te dejas morir. No hay alternativas, aquí ya no hay alternativas. Tampoco puedes buscar ayuda de nadie porque, bueno, puedes ir al asistente social, pero el asistente social te remite al FIRMI, te tramita, no sé, el que vayas a un comedor social, pero esto no es ninguna solución al problema.
Los muertos que hay por la calle aquí no se ven, en la India se ven, pero aquí no se ven, pero todos los días mueren personas por la calle, abandonados, enfermos de sida… Claro, que a veces es por ignorancia, por dejadez de las personas; eran personas que han perdido ya el equilibrio. Pero cuando lleva años en la calle, le aseguro que la gente se vuelve loca, ya no se recupera. O sea, caes en un pozo en el que si no te ponen una mano, si no te echan una mano, ya no sales del pozo; por ti sólo no tienes medios, por ti sólo no tienes fuerzas para salir, necesitas que alguien te ayude. Esta mañana, un chico de Suramérica, un suramericano de dieciocho años, en la plaza Cataluña llorando, llorando porque tenía hambre, simplemente tenía hambre, y lloraba porque tenía hambre, y lo hemos acompañado a las Hermanas de Calcuta para que le dieran de comer, porque el hombre se encuentra en un país que no conoce, unas costumbres que no tiene ni puñetera idea de cómo funcionan y, claro, él en su “selva” posiblemente sobreviviera, pero es que aquí no sobrevive, no conoce nada, no sabe nada, la gente lo margina, lo desprecia con racismo, ¿entiende? Hay también un factor racista, no confías en las personas de quien no conoces sus costumbres. Son costumbres diferentes, culturas diferentes y de momento te inspiran desconfianza, y si además hay un sector determinado que, por ejemplo, se dedica a la delincuencia… Pongamos que hay cien mil musulmanes en Barcelona y dos se dedican a la delincuencia. Para ellos todos los musulmanes son delincuentes, sus costumbres son diferentes, su religión es diferente, sientes miedo porque no los conoces, es el miedo de la ignorancia. Luego, pues, gente suramericana, gente eslava… Y yo quisiera recordar ahora aquí que los italianos que emigraron a América a principios de siglo se tuvieron que apoyar entre ellos de tal forma que crearon auténticas organizaciones que pusieron en jaque al mismo gobierno de Estados Unidos, ¿no? Que no repitamos nosotros por insolidarios, que no nos pase a nosotros por insolidarios también. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? Que nuestra falta de solidaridad no haga que las personas que vienen de fuera se tengan que organizar entre ellos para hacer cosas para sobrevivir. Que para sobrevivir hagan cosas que estén fuera de la ley.
Es que me parece a mí que, de nuestros políticos, ninguno ha leído historia, ni moderna ni antigua, porque las situaciones se repiten constantemente. O sea que por mucho que invadan, que dejen de invadir, por muchas pistolas que tengan… Piense que la Revolución bolchevique de 1917 tendrá otra forma, pero se volverá a repetir, porque volverá a ser necesaria, porque habrá que cambiar esta sociedad… Que tengan cuidado, que tengan cuidado… Pero, realmente, los sistemas sociales, políticos y económicos… Y que tengan mucho cuidado los jefes mundiales… Tales asesinos como el señor Bush, por ejemplo.
O sea, ésta es otra Barcelona, es la Barcelona que no se ve, la que se esconde, la gente marginal, la que vive marginal por circunstancias mil. Esta gente es una gente invisible, nadie quiere verla, no le importa a nadie.
(1)
La Barcelona que no se ve, la Barcelona que se esconde (captura al Raval), 17’. Blanca Isabel Cardoso, Enrico Missana, Fátima Kamal y Marta Cortiona. Talleres coordinados por los archivos del observatorio OVNI, con la colaboración del TEB y del CCCB. Barcelona, 2004.
– El Forat, 75’. José María V. Peña. Barcelona, 2004.
– Passatge Cusidó, un adéu, 30’. Jordi Secall, Manel Muntaner, Yolanda Bermúdez y Txema Alonso. Barcelona, 2004.
– Paterem el Fòrum, 20’. Un trabajo colectivo con cámaras independientes en Okupem les Ones. Barcelona, 2004.
– El encierro en la iglesia del Pi, 20’. Rabia Williams. Barcelona, 2004.
Este y otros trabajos fueron proyectados en el último OVNI Resistencias y son de libre consulta en los archivos del observatorio OVNI.

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